Hace dos años tuve la oportunidad de pasar unos días de
verano en un camping en el norte de España, en la frontera con Francia. Tengo
dos recuerdos de aquel viaje: el primero es más cómico de ambos pues
recuerdo a multitud franceses en las humildes tiendas locales comprando litros
y litros de cerveza. Más tarde me enteré de que la cerveza en España es más barata que en Francia.
El segundo recuerdo que tengo de aquel viaje es el formado
por una familia de holandeses que fueron allí a pasar unos días. Poco recuerdo
de los momentos en los que coincidimos, pero sí de uno en especial. La familia la
formaban la pareja, una niña de trece años y unos gemelos, muy
traviesos, rubios a más no poder, de onceaños. Uno de los gemelos no paraba con la guitarra española, pero ninguno sabía hablar español. Una tarde me acerqué y le pregunté en inglés que cómo es que tocaba la guitarra española si no hablaba español y apenas sabía algo de la cultura nativa. Tras un largo silencio, fue capaz de reunir unas pocas palabras de nuestro idioma y dijo: “Soy fan número uno de Paco de Lucía, y no pararé hasta ser como él.”
El joven aspirante holandés quizás aún no era consciente de
que probablemente la guitarra no le fuese a dar de comer, y menos en su país, pero probablemente su situación era la misma que Paco de Lucía en sus comienzos: nadie creía en él.
Paco de Lucía se lo propuso y lo consiguió, triunfó.
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