lunes, 18 de febrero de 2013

Injusticia: falsa verdad


Cuenta la leyenda que todas las mañanas un hombre de no muy avanzada edad pasaba por la frutería del pueblo de camino a su trabajo. Día tras día cuidaba de un rebaño de ovejas al borde los acantilados. Se dedicaba a eso pues le encantaba que el viento que soplaba en los campos colindantes a los rocosos acantilados, donde pastaban sus ovejas, le diese en la cara todas las mañanas.
 
 
Un día, cuando el pastor pasaba por la frutería antes de ir con las ovejas, cogió una manzana y se fue. Este acto no pasó desapercibido para un joven de unos diez años que andaba por allí.
 
 
Éste decidió volver a la mañana siguiente para comprobar si el hurto formaba parte de una rutina o fue un simple acto sin premeditación. Para su sorpresa, el acto se repitió: el pastor saludó al frutero cogió una manzana y se fue sin pagar. Las jornadas pasaban y el joven veía todas las mañanas el mismo hurto.
 
 
Dispuesto a todo para denunciar la situación, el chaval fue contando la historia por el pueblo hasta que todo el mundo se enteró.
 
 
Pasaron los días y el pastor notaba que los vecinos del pueblo le miraban mal. Fue un día nublado cuando, después de coger su manzana, el joven se le acercó:
 
 
-¿No paga?- Le preguntó con inocencia el infante.
 
 
-Verás, no sé si sabes que el frutero tiene mucho trabajo. Hace tiempo que acordé con él que al comienzo de cada mes le pagaría el precio de treinta manzanas y, sin molestarlo, cogería una cada mañana.- Le explicó el pastor.
 
 
El pastor vio como el joven se descomponía a cada milésima que pasaba.
 
 
-¿Te pasa algo?- Se preocupó.
 
 
-Es que... Como todos los días te veía coger una manzana sin pagar nada, pensé que las robabas y así se lo conté a todos, por eso no paran de mirarte.
 
 
Quien se descomponía ahora era el pastor.
 
 
-Perdón, perdón, perdón, perdón.- Se apresuró a decir el joven, que prosiguió, -¿Puedo hacer algo por ti? ¡Haré lo que sea, cualquier cosa que me pidas!
 
 
El pastor se lo pensó uno momento. Le dijo que fuese por la tarde a los acantilados, a donde él daba de pastar a sus ovejas, y que llevase una almohada.
 
 
El niño aceptó, encantado por tal fácil tarea, pero disgustado por la situación que había provocado.
 
 
Esa misma tarde, el joven estaba puntual en el campo donde habían quedado. El pastor llegó poco después con un cuchillo en la mano. Cuando llegó al lado del niño, cogió la almohada y con el cuchillo la rajó entera, permitiendo así que el viento se llevase todas las plumas del almohadón.
 
 
El niño, perplejo, le preguntó:
 
-¿Por qué has hecho eso?
 
-Intenta recoger todas las plumas, por favor.- Agregó el descompuesto pastor.
 
-¡No puedo! Son muchas, y el viento se ha llevado a casi todas, ¡es imposible!
 
-Cada pluma que ves, es un vecino del pueblo. Cada pluma es una persona que ahora piensa de mi algo que no es verdad.
 
 
El niño se quedó mirando avergonzado al pastor. Él sencillamente se limitaba a ver cómo el viento se llevaba las plumas, callado, sin más palabras que decir. Poco después se marchó.

 
Tal vez no habló porque no tenía nada que decir. Tal vez no habló porque la pena, el orgullo, el dolor y la injusticia le hicieron un nudo en la garganta. No se sabe bien porqué no habló, pero no habló.

 
Pero la verdadera razón por la que no habló es porque ya nada se podía hacer.










No hay comentarios:

Publicar un comentario